Día 60.
"¡Gracias doy a Dios, que me libró de Yoko Ono!" Se me oyó decir en voz audible. Hubo risas, y alguna sonrisa de complicidad.
No me encuentro en un estudio ni en la azotea de un edificio a punto de que me censuren un concierto. Estoy en cama. Me siento a escuchar los álbumes viejos que todavía conservo. Pero me doy cuenta de que no son álbumes sino libros. El primero de mi vida, el libro de los libros se me presenta en pasta negra y con anotaciones al margen. Las estudio. Fueron hechas por mi mano, que en ese entonces fue otra mano.
Hay otros tomos, más delgados, más efímeros. Los ojeo. Es arte secuencial, de ese que siempre he aspirado a crear, que se presenta frente a mí como diciendo: aquí estamos. No nos abandones. Ninguno me sonó como a los Beatles. Ahora me doy cuenta que todo es lo mismo. Todo salvo Daft Punk, que son sus herederos. Herederos de ellos mismos, quiero decir. Los escucho insistentemente. Me repiten que tal vez no sea el indicado, quizás no sea el tiempo adecuado; pero hay algo entre nosotros que habrá que decir, hay algo de cualquier modo.
No les he dicho que estoy a punto de saltar con un parasubidas, a la manera de Altazor. Sueño que subo, subo, subo, y en lo más alto, en lugar de detenerme, sigo a merced del artefacto volador. Es una máquina que, ya iniciada, no para hasta que realmente el tiempo da vueltas sobre sí mismo y se enrosca. Cuando llegue la espiral habré tocado mi destino y entonces la progresión 0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, no se detendrá.
Acudo a las voces que me han acompañado. Todas resuenan entre las paredes. Alguna nueva pieza me invita a bailar desde mi asiento. Puedo moverme, quiero moverme para verla. Encuentro una bella partitura. Habrá que ir entreverando mi armonía con la suya. Veremos qué resulta.
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