Día 54.
Hay música que nos define y purifica. Comienza a sonar la despedida en los ciclos redundantes del adagio. Esperamos el toque, la caricia al escucharla. Los sonidos, mucho más que vibraciones y electrodos, penetran y prolongan infinitas pulsaciones de este triste corazón gitano. El esfuerzo de la noche nos bautiza de sudor y el sufrimiento se premia con aplausos.
¿Cómo prometer que habrá un retorno si yo mismo no conozco lo complejo de esa nueva sinfonía que aprenderé? Si el público pide un encore, mucho me temo que no podré tocarlo. Hoy que ha terminado este concierto, frente a la audiencia que aplaude enardecida me pregunté por ti. ¿Habrías venido a oírme de haber sabido la noticia? Como el pájaro cucú que se aparece a cada fin de hora en la partida de los tiempos también tu recuerdo me hipnotiza.
Al bajar del escenario mi conciencia, la de pies ligeros y polvosos por andar en los caminos, armará su campamento en mi razón. Guardaré por precaución las alas de los sueños, creativo par de luz imaginante que deslumbra a los curiosos. Si he de compartir esta alegría solamente será con mis hermanos: hijos del jaguar y del halcón, príncipes aztecas disfrazados de científicos en ciernes, músicos, doctores, escritores y filósofos pacientes.
Cantaré con Vasconcelos la visión de nuestro honor y juventud. Con el verbo que propaga en el espacio las acciones primordiales de Aquel que todo sabe, me rendiré ante la palabra creativa. Si es verdad que por mi raza hablará el espíritu, en este laberinto lo conjuro. Profetizo en la solemne despedida que mi hermano ganará el derecho de hacer suya esta tierra, que mi hermana salvará a nuestra gente del dolor.
Estallan címbalos, tambores y trompetas. Vibra la furia entre las cuerdas que preparan la entrada del encore que hasta hoy no sabía tocar. Tras un stacatto del Piccolo y un trémolo constante en los alientos retomo el pasaje de lo increado. Renuevo la palabra del eterno entre mis labios, preparándolo todo para el acorde final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario