viernes, 15 de noviembre de 2013

Laberinto 36. Huastecos

El bat'au me miró con el ojo que le quedaba sano y dijo:
Cuando era niño, llegó a casa un hombre de habla extraña y andar descalzo. Me contó sobre la fiesta de los panes, y los peces saltaron a los platos. Muchos años pasaron para que entendiera los caminos de aquel hijo de la tierra. Entonces empezó mi viaje en espiral hacia los bosques. Me aseguré de no dejar nada perdido en la hojarasca; pero al fin creo que olvidé un alfiler entre los espinos. Tiemblo de miedo al recordar esa angustia que me provocó el haber perdido un ensamble de mi coraza. La impureza había venido sobre mí.

Intenté olvidar, en mi paso por los valles y los ríos, el punto débil del ichīch que me sangraba, pero fue imposible. En la lengua llevaba escrita la causa de mi exilio, y en mis ojos podían leer otros viajeros la fuerza de mis soledades. Cada vez que abría la boca para hablar me precedía la astucia del extraño y los oídos, las manos, los corazones, quedaban cerrados para siempre en mi contra.


Por entonces Chunūn, el colibrí, no me conocía. O me conocía y no. Como se hace con los amigos que están lejanos, a quienes se les ve sólo entre sueños. Me sabía en esencia, Chunūn, mi alegría. Pero no sabía mi circunstancia, ni el motivo de mi viaje. Me sabía veloz, y pasajero; pero no despergeñado. Me sabía de tierra como yo le sé de viento.


Por entonces lo único que animaba mi retorno era el juego de sus alas, que me llegaba en sueños. Siempre en sueños. Pero la purificación no vendría sino hasta que encontré de nuevo al thit’om, el hijo de la tierra. Me contó una vez más sobre la fiesta. Y a pesar de trabajar con el ichīch desafinado y sangrante que le di, me devolvió no una maquinaria de piedra nueva, sino una maravilla de carne de espíritu de vida. 


Y ahora ya ves, otros viajes me llevaron a emular su relato de los peces, y los panes pasaron de mano en mano.