El absoluto absurdo de absolver la aberración de
adjudicar al adjunto admirador que adujo adscribir la antefirma del presidente
de la compañía con los anteojos del bisabuelo puestos en contra de su único
bisnieto (quien no formaba parte del círculo de íntimos amigos que, en el
circunloquio de dictaminaciones y reformas, pretendió correlacionar la
correspondencia encontrada en su buró a la colaboración de aquel con las
desesperadas acciones producto de los demolidos ánimos de los desangrados
obreros), produjo en los ánimos del viejo la añoranza por descongelar el pasado
remoto y discontinuo para batallar contra la disímil opinión de aquella junta
en donde el extranjero pretendió extender extraordinariamente sus funciones.
-Está usted
extralimitándose, don Pablo. El éxito impensable al que hemos introducido a
esta compañía ha quedado como un legado intemporal digno de ser leído
interlíneas en la historia de esta Nación- contestaba el extranjero
interponiendo así sus más íntimos argumentos a las objeciones que el viejo
sostenía para firmar. La intromisión de un moscardón en la sala perturbó el
aire de por sí ya enrarecido de las negociaciones, y el viejo tuvo que pedir
perdón para permitirse salir a perfumar los sanitarios con la postdata de la
comida de aquella tarde.
“El postre me ha hecho
daño”, pensó postergando en su mente las preocupaciones que le habrían hecho
pernoctar los posteriores días. Prefiguraba ya los prejuicios de los
prepotentes hombres que persistían en presionarlo a vender la compañía, hija de
sus desvelos y sus postergadas alegrías. Previó entonces que sus fuerzas
estaban llegando a su fin y procuró protestar ante el proceder de aquella horda
de reprobables impostores.
Era verdad que en el pasado
había tratado con próceres, a quienes los recortes presupuestales no les
representaban mayores impedimentos ni les infundían ganas de retroceder en sus
intentos por rejuvenecer a la Patria. Pero estos retrógrados muchachos que se
encontraban demandando un pago en retroactivo por servicios que ni siquiera sus
familias habían prestado le hizo estremecer mientras realizaba la retrospección
en el camino del sanitario a la sala de juntas.
Un sudor frío le recorrió la
espalda cuando llegó a ver de nuevo el semicírculo donde se encontraban los
infames. En un semibreve instante, por lo corto del tiempo en que se operó y
por lo largo que le pareció, el viejo, al borde de sus fuerzas se sintió
atacado por una semiparálisis que le comenzó en el pómulo izquierdo y se le
extendió hasta lo profundo de los dedos de la mano y el siniestro pie.
Supusieron todos que habría algún médico presente en el edificio y no atinaron
a marcar a los servicios de emergencia.
Quince minutos demasiado
tarde un paramédico intentaba una inyección subcutánea, luego de que las
tabletas sublinguales que llevaba el viejo cotidianamente en su saco probaran
ser inefectivas para despertarlo del letargo en el que su cuerpo había caído. A
modo de superhombres de supermercado los paramédicos intentaron levantarlo de
aquella superficie fría como la muerte mediante un esfuerzo sobrehumano, pues
en cuestión de minutos el cuerpo del viejo se había tornado tan pesado como el
más sobrevalorado de los metales (hecho por demás sobresaliente siendo que aún
no entraba en rigor mortis).
Así fue como Don Pablo, el
viejo, perdía la última batalla contra el extranjero: mientras era trasladado
al hospital para que se le practicara un ultrasonido, se transcribía en las
actas de la reunión que el maestro Pablo de Jesús Alonso legaba el poder
plenipotenciario de la compañía a su único bisnieto, adjunto admirador que
adujo adscribir la antefirma del presidente de la compañía para vender todos
los derechos de la comercialización en ultramar al partido político más
universalmente reconocido como de ultraderecha, contra quienes el viejo había
luchado prácticamente desde su vida prenatal siendo sus padres fervientes
partidarios ultraizquierdistas caídos en desgracia con la desestabilización de
los regímenes democráticos y la instauración de la ideología neoliberal.