En el principio fue Hurakan. Y por su sonido, el viento creó todas las cosas. De ellas,
ninguna sabía de dónde venía o hacia dónde iba; pero tampoco sentían la
necesidad de preguntarle a aquel creador juguetón que nunca se detenía más de
un instante en cada rincón del mundo. Se movían, todos, a sus anchas sobre las
aguas, sobre la tierra y bajo las rocas. Y ninguno tenía la necesidad de saber,
porque todos los misterios aún no habían sido escondidos. Entonces llegó el
frío.
Algunos creyeron que también lo había traído el
viento. Pero no fue así. El frío era una de sus primeras creaciones que,
demasiado miedoso para preguntar razones, se había cansado ya de ser. Él había
venido solo, con el firme propósito de acabar con la armonía. Y mientras el
viento nunca cesaba en su marcha, el frío se instaló entre el resto de las
cosas y los animales y las personas creadas por el viento. Y el frío las llenó
de miedo.
Así fue como el mundo se fue apagando. Triste,
perdió los colores de su origen y la alegría de sus canciones. Así fue como los
hombres nos volvimos más extraños; y como iniciaron las guerras, las envidias y
los celos. Y cuando el viento volvió, encontró un mundo oscuro de tan blanco, y
caótico, tan caótico de lo quieto que se había vuelto.
Rugió su ira en tempestades, y los hombres
conocieron su poder devastador. Las nubes, enmarañadas, soltaron infinitas
cantidades de humedad sobre la tierra. Y cuando al fin pensaron todos que el
mundo iba a perecer, el viento se quedó por primera vez quieto, en silencio.
Entonces la luz rompió las nubes, la tormenta y los terrores. Y el frío fue
expulsado de la tierra.
Pero a pesar de la victoria, Hurakan supo que de aquellos tiempos aciagos quedó un resquicio en
los corazones. Por eso, cuando los hombres sienten miedo, nosotros los poetas,
y los profetas, anunciamos la Palabra alada, que nos dijo el viento. Para que,
por su camino, el corazón disipe los fríos y las tinieblas. Y por su camino
también tengamos amistad y comuniones.